Este es el Blog de Rodolfo Jorge Rossi, nacido en la ciudad de La Plata, Argentina.

Cursó estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la U.B.A.

Trabajó en producción de programas radiales con José María Muñoz y Antonio Carrizo.

Ha publicado en el Diario “El Día” de su ciudad natal y en la Revista “Debate”.

Actualmente escribe en “Buenos Aires Tango y lo demás”, que dirigen los poetas Héctor Negro
y Eugenio Mandrini, y en “Tango Reporter” de la ciudad de Los Ángeles, EE.UU.

En 2007 publicó un libro de relatos “Croquis y siluetas familiares”, Editorial Vinciguerra.

Son padrinos celestiales de este sitio Fernando Pessoa, Carlos Gardel y el trompetista Rondinelli.

jueves, 16 de julio de 2009


Leopoldo Lugones
Vida y muerte de un enemigo del Tango.

Leopoldo Lugones nació en la Provincia de Córdoba el 13 de Junio de 1874, descendiente de familias tradicionales del Perú.
Criado en un ambiente conservador, su madre, Doña Custodia Arguello, le enseñó las primeras letras, el miedo a lo diferente, y a desconfiar de todo lo que pudiese modificar su tradicional estilo de vida. Realizó sus estudios primarios en Santiago del Estero, y luego viajó a Buenos Aires donde se estableció con sus padres.
Comenzó desde joven a frecuentar a socialistas y se hizo amigo de José Ingenieros.
Se casó con Juana González en el año 1896, y de esa relación nació su único hijo, que luego sería famoso por ser el inventor de la picana eléctrica.
Del ideario socialista comenzó a apartarse de a poco porque el Partido estaba formado por gran cantidad de extranjeros que él detestaba. Descubrió además, que el verdadero nombre de Ingenieros era Giuseppe Ingignieri Tagliavia, un siciliano despreciable.
En Buenos Aires Lugones asistió perplejo al nacimiento del Tango. Los fantasmas inculcados por su madre reaparecían de manera cotidiana cuando caminaba por la calle Florida. Ante la multitud que lo acompañaba en dicha arteria, Lugones, mancillado su orgullo nacional, mascullaba:-“los salvajes italianos están de fiesta-”
Dominado por un sentimiento claramente persecutorio es que en el año 1923 pronuncia en el Teatro Coliseo su famosa conferencia sobre “La doble amenaza”. Esta era, para Lugones, la izquierda y el liberalismo. Estas dos fuerzas iban a echar a perder a nuestro país, si en este no asumía el poder un líder fuerte, carismático, ungido por el óleo sagrado de Samuel.
El quiebre definitivo se produce en 1929, y es cuando para Lugones, un hijo de Belcebú llamado Enrique Santos Discépolo, da a conocer el tango “Cambalache”. Analizada su letra, Lugones concluye que los italianos y el tango trabajaban de manera objetiva para el triunfo mundial del marxismo. Define nuestra música ciudadana como “Ese reptil de lupanar, tan injustamente llamado argentino en los momentos de su boga desvergonzada”, y anuncia “ha llegado la hora de la espada”.
Autoritario, se opone a los gobiernos democráticos, y es el primer propagandista del golpe de estado que dará el General Uriburu, en Septiembre de 1930. Como buen paranoico Lugones no es ajeno a la megalomanía. Al trabajar para la caída del gobierno democrático, imagina para él un destino de grandeza. Sueña con ocupar un ministerio o, admirador de Mussolini, ser Embajador en Italia.
Producido el golpe, Uriburu le destina un papel menor. Le encarga la redacción de algún discurso, y lo confirma como Director de la Biblioteca del Maestro. La frustración es mayúscula. La doble amenaza que ha denunciado en su momento, se ha vuelto contra él. Ahora, en su delirio persecutorio, agrega el tango como nuevo elemento. Sus grandes creadores son de origen peninsular, y lo que es peor, llegan al corazón del pueblo.
Una fuerte depresión lo va minando y lo cotidiano se transforma en un infierno.
En ese momento la vida le da una tregua.
Una adolescente, llamada Emilia Cadelago lo visita en la Biblioteca para decirle en persona, que admira al poeta de “Lunario Sentimental”. Es un amor a primera vista. La invita a tomar una taza de té en una confitería próxima al Palacio Pizzurno, para continuar la velada en un mueble de la calle Paraguay. Sexagenario, Lugones descubre la pasión, su capacidad de sentirla y sufrirla. Cuando cada noche se despide de Emilia, es otro hombre.
Los fantasmas de la depresión han desaparecido, no ve el momento de reencontrase con su amada, y disfrutar del amor inimaginado. Se olvida de Uriburu, de la doble amenaza, y hasta baila unos tanguitos con Emilia en sus tardes de sexo y bacanal.
Se escriben apasionadas cartas de amor que, para desgracia de ambos, caen en manos de su hijo, buchón, guardián del orden, las buenas costumbres, y de la sagrada familia argentina.
Es jefe de Policía del régimen y un destacado torturador. Por sus manos pasan, para ser debidamente electrificados, todos aquellos que se resisten al fascismo nacional. Enloquecido por la humana transformación de su padre, Leopoldo hijo se constituye en la
Biblioteca del Maestro, exige que rompa de inmediato con su amante, visita a los padres de Emilia y los amenaza con el escándalo.
Lugones, en estado de llanto, obedece su funesto destino y no ve a la joven nunca más.
Intuye que su final está próximo, sin Emilia su vida carece de sentido.
Sin embargo, en un acto de grandeza, posterga por un tiempo la decisión final para escribir lo que aún le falta.
Una calurosa tarde de febrero de 1938, en el Tigre, aborda una lancha colectiva de la Empresa “La Cachila”. Durante las dos horas de viaje por los barrosos arroyos del delta piensa que, en uno de sus poemas, describe el vuelo del pájaro diminuto que lo lleva hacia la muerte:-“un gemidito titila, por el aire donde en vilo, como colgada de un hilo, va subiendo la cachila”-. Desciende en el Recreo “El Tropezón”, donde se unen el Río Paraná y el Canal de la Serna. Un último hecho le irrita. El dueño del lugar es italiano, habla cocoliche y se apellida Giudice. Al otro día será quien lo encuente muerto.
En su declaración testimonial contará que Lugones bajó de la lancha, pidió una habitación, y se encerró en ella. Horas después ordenó un whisky y manifestó que no quería ser molestado. A la generosa medida de alcohol agregó el cianuro que llevaba en el bolsillo.
Su muerte fue espantosa. La tarde siguiente, como no salía de su pieza, el italiano fue a ver que pasaba. Lo encontró más rígido que nunca.
Cuentan isleros que en noches de invierno, escuchan el rugido del motor de una lancha colectiva. El barco fantasma, que irradia una luz intensa, lleva en su interior a Lugones, taciturno, sentado junto a Emilia.
El Capitán de la nave es Leopoldo Lugones hijo, el torturador. Luce el uniforme de gala de la Armada Argentina, y la lancha, después de remontar el curso del arroyo La Ñata, desaparece lentamente en la niebla de los Bajos del Temor.

Discepolo


Enrique Santos Discépolo nació el 27 de marzo de 1901 en el barrio de Once, parroquia de Balvanera, y una sospecha lo acompañó durante toda su infancia. Lo angustiaban las reiteradas humillaciones a las que lo sometía su hermano Armando, quince años mayor, cuando lo visitaba en casa de sus tíos donde el huérfano Enrique vivía, en el barrio de Palermo.
En los años de la Escuela Normal, las dudas quedaron de lado ante el desbocado maltrato de Armando.
El desprecio fraterno dejaba las cosas en claro: ni su hermana Otilia ni él eran hijos del napolitano Santo, el fracasado.
Años después los encontramos habitando una casa en la calle Rioja, en el porteño Parque de los Patricios. Enrique tiene 15 años, Armando 30. Frecuentan el grupo Artistas del Pueblo, integrado por el pintor Facio Hébequer y el grabador Adolfo Bellocq, entre otros. Planean todas las noches la revolución social y demonizan a Emilio Pettoruti, un pintor de origen proletario que se ha volcado a la vanguardia.
El único que defiende al hijo del modesto carbonero platense es el adolescente Enrique. Con argumentos inteligentes y desde la perspectiva de la libertad total, con un sólido discurso anarquista se destaca en los debates. Aplicando lecturas de Bakunin y del cajetilla Kropotkin seduce sin parar, y el remate final de sus discursos siempre es desopilante.
Los artistas lo adoptan como a un hijo.
A su hermano le da asco.
En esta época comienza en Buenos Aires la gran fama de Armando como dramaturgo. Se nutre hasta el robo de la enorme capacidad de su despreciado fratellino. No soporta que el producto del amor entre su madre y un desconocido brille con luz propia y tenga ese talento sin par. La ofensa es cotidiana.
Una noche, Enrique va con amigos a escuchar a una cancionista española que entona con éxito sus tangos. La visita en el camarín y ella, desenvuelta, lo invita a pasear en su Buick por los bosques de Palermo. Con Tania, Enrique por primera vez en su vida se siente querido.
Gracias a la gallega se libera para siempre de su parasitario hermano.
Es el año del estreno del tango “Malevaje”.
Se trata de la historia de un compadre que se enamora, y en lugar de pelear, pensando en su amada se larga a correr. El tango, estrenado por Azucena Maizani en el teatro Astral, impresiona a todos por el hecho inédito de que un malevo confiese su amor de esa manera:”pensé en no verte y temblé”, dice en estado de llanto.
Por esos años Enrique es colaborador del diario Crítica. Allí conoce a un joven dos años mayor que él, quién por no estar de acuerdo con su poética, lo desprecia públicamente.
Se trata de un compadrito frustrado llamado Jorge Luís Borges, que en las largas charlas de la redacción de la Avenida de Mayo, lo detesta con pasión.
Contaba Edmundo Guibourg, compañero de ambos, que le preguntó a Borges porque esa descalificación visceral por Enrique:-a los italianos no me conformo con odiarlos, también los difamo, contestó Georgie. Y balbuceó -Desde hace años estoy inventando una mitología de cuchillos, estoy dejando la vista en aras de una canción de gesta orillera, intentando crear una leyenda de la nada, y ese napolitano resentido me viene a escupir el asado.
-Si un guapo arroja el puñal y se larga a correr, que hago entonces con los hermanos Iberra, Nicanor Paredes, y todo ese lumpenaje que solo existe en mi imaginación. -El tango “Malevaje” me deja en ridículo porque se burla de los códigos del coraje acerca de los que estoy escribiendo.
-A un malevo nunca lo puede vencer el amor, concluye.
Todo lo dicho en la redacción fue suficiente para que Enrique desistiera de seguir colaborando con el diario.
Pocos días después es requerido por el cineasta Eduardo Morera para realizar junto a Carlos Gardel, lo que puede denominarse el primer video-clip nacional. La decepción periodística pasa a segundo plano En ese Video-Clip debe, en breve diálogo con el Zorzal, explicar la temática del tango “Yira…yira”. En el corto Gardel le pregunta por el significado del tango, y él responde:” el personaje es un hombre que ha vivido la bella esperanza de la fraternidad durante cuarenta años. Y de pronto, a los cuarenta años se desayuna con que los hombres son unas fieras”. Gardel acota:”Pero dice cosas amargas”. Entonces Enrique remata: “No pretenderás que diga cosas divertidas un hombre que ha esperado cuarenta años para desayunarse.”
Cuando el morocho se retira de la grabación sale a la calle junto a Morera. Dicen que dijo Don Carlos:-A este muchacho le he grabado muchos tangos. Me lo agradece pero no pasa de ahí. He tratado de hacerme amigo, pero él no sale de su tristeza. Luego se acomodó el sombrero y se perdió en la noche porteña.
En 1933, con el estreno del tango “Tres Esperanzas”, Enrique da todo por terminado: “no doy un paso más alma otaria que hay en mi”, y agrega: “cachá el bufoso y chau, vamo a dormir”. Es que Discépolo, herido de muerte desde la cuna, ya no quiere más. El dolor es su sentimiento cotidiano y está harto. La agonía durará 18 años.
De todos modos sigue componiendo y deja obras que lo consagran como el más original de los poetas de tango.
Ese lento camino hacia la muerte es interrumpido una mañana por el sonido del teléfono. En línea está Raúl Apold, nuestro Goebbels, que ostenta el cargo de Subsecretario de Informaciones de la Presidencia. Lo cita de manera perentoria para ese mismo día. El autor de la frase “Perón cumple, Evita dignifica” quiere que Enrique monologue por radio haciendo campaña política para la reelección del General.
Discépolo duda, dice que no, pero termina cediendo ante la prepotencia del funcionario. El día 2 de Julio de 1951, a las 20,35, comienzan sus charlas radiales denominadas “Pienso y digo lo que pienso”. Duran cinco minutos y son reproducidos por Noticias Gráficas. Se trata del célebre mordisquito.
A partir de ese momento el infierno cotidiano se acentúa. Comienzan a llegar al domicilio del poeta, en Callao 765, los discos de pasta de sus tangos, partidos al medio. Los contras no perdonan y hasta paquetes con excrementos llegan a su casa. Enrique permanece encerrado.
Una noche Tania lo convence para ir a comer al restaurante “Bologna”.
En la calle se cruzan con el actor Orestes Caviglia que, exiliado en Montevideo está de incógnito en Buenos Aires porque su nieta está enferma de poliomielitis. Habían trabajado juntos en 1930 en la obra “Invitación al Viaje”, de Jean Jacques Bernard y tenían desde entonces una excelente relación.
Enrique cuando lo ve sonríe y abre sus brazos. Caviglia lo mira a los ojos, le dice:-sos un mierda, y le escupe el rostro.
Es el fin. A partir de ese día su único alimento será whisky con pedazos de ajo. Bebe a diario la hiel de su desdicha. Tania pide ayuda y lo ven los mejores especialistas de Buenos Aires, entre ellos el célebre clínico español Juan Cuatrecasas que nada puede hacer ante un fundamentalista de la desesperación.
El 23 de diciembre de 1951 el cuadro se agrava.
Por la tarde se presentan sus amigos para despedirse en un caluroso día de verano. Discépolo no pierde el humor y parece agradarle la partida.
Le dice a su compinche de toda la vida:-Osvaldo, hasta la soledad me dejó solo.
Cuando oscurece su cuerpo es invadido por un azul de frío.
Susurra: -Tania, dame el pulóver de vicuña.
A las 23,15 hace mutis por el foro.

Casa de Ignacio Corsini



Corsini y la Mazorca

Durante años existió un tema tabú entre los numerosos seguidores de Ignacio Corsini. Era el referido a la supuesta admiración que profesaba el Caballero Cantor hacia la mazorca, nuestro primer grupo de tareas.
Los devotos de Corsini se preguntaban también si existía alguna relación entre su retiro en el año 1948, y la estrepitosa derrota del fascismo.
Este tema preocupaba seriamente a varios admiradores de Ignacio. Por ese motivo, en el año 1958, a diez años del retiro voluntario del notable vocalista, se creó una comisión con el fin de conversar con el intérprete y develar la incógnita.
Varios de sus admiradores se opusieron porque preferían la duda a la certeza. ¿El maestro había sido un simple cantor criollo o un irredento autoritario?
Primó el criterio de una minoría ilustrada que, con el argumento de que no hay que temer a la verdad, decidió tomar el toro por las astas resolviendo realizar una investigación que llegase hasta las últimas consecuencias, y lo que es más importante, bancarse la verdad aunque doliese.
La comisión mencionada intentó comunicarse con Ignacio hasta que una tarde lo logró.
Por vía telefónica, plantearon sus inquietudes y le confirmaron que solamente él podia sacarlos de la angustia. Querían visitarlo en su residencia ubicada en la calle Otamendi 676, en el barrio de Almagro. El maestro contestó que no recibía a nadie en su casa, pero que todas las tardes, alrededor de las cuatro, caminaba por el cercano Parque Centenario. Que si se acercaban a él, y se presentaban debidamente, iba con todo gusto a conversar con ellos.
Fue así. En una helada tarde de invierno, la comisión en pleno detuvo la caminata del maestro, y en medio de las presentaciones de rigor, se dirigieron a los bancos de plaza, en la glorieta del Parque.
A un sorprendido Corsini se le preguntó a boca de jarro: -¿Usted admira a Juan Manuel de Rosas? El maestro respondió: -Por favor.
Seguramente ustedes me preguntan eso porque en mi repertorio incluía letras de Blomberg, que tocaban esa temática.
Con ese criterio también pueden decir que Agustín Magaldi fue el primer sovietólogo argentino porque cantaba aquello de “Moscú está cubierto de nieve”. Pero eso sería incorrecto. Blomberg era noruego, tenía un corso a contramano y tomaba un litro de ginebra por día. Como le escribió a los federales también le cantó a los unitarios. Recuerden el tango" La canción de Amalia", basado en la novela de Mármol.
Otro de los integrantes del grupo le preguntó si había relación entre su retiro en 1948 y la derrota del eje.
Visiblemente irritado Corsini contestó:- Me retiré ese año porque murió Victoria, mi compañera de toda la vida. Estábamos juntos desde 1911 y en ese año terrible terminó mi vida junto a la de mi mujer. Además es sabido que el gauchaje nunca quiso a los italianos, y yo nací en Troina, Sicilia, en 1891. ¿Cómo podría entonces cantarle al Restaurador? Con respecto a mi admiración por Mussolini es otra patraña inventada por un periodista de “El Alma que Canta”, al que no voy a nombrar. Siempre sintió celos por mi querida Victoria. Ya se los dije, mi vida terminó junto con la de ella. Esto que ustedes ven acá es un fantasma-. Y agregó:
-¿Para esto me llamaron?. Pero por qué no se dejan de joder, y levantándose alterado continuó con su diaria caminata.
Así terminó para siempre el diálogo entre la comisión de homenaje y el Caballero Cantor.
Corsini murió de tristeza el 26 de Julio de 1967.











El tigre del bandoneón

En esta calleja sola/ y amasijao por sorpresa/ fue que cayó Eduardo Arolas/ por robarse una francesa.
E. Cadícamo.

Se llamaba Lorenzo y repetía:-los curas, durante el catecismo contaban la historia de San Lorenzo, un gil que fue asado a la parrilla. Entonces me cambie el nombre.
Había nacido en el barrio de Barracas el 24 de Febrero de 1892, y era hijo de franceses.
En el año 1900, para hacer su primera comunión aprende el catecismo con los curas Salesianos de la calle Juan Darquier. Ahí le enseñaron que su conducta personal era observada con gran interés por el Altísimo, que podía juzgarla y hacerlo merecedor, luego, de castigos o recompensas eternas. Esto le pareció absurdo. La idea de que su persona pudiese importarle a alguien, y para colmo al Supremo lo tenía sin cuidado. Aprendió a rezar, hizo su primera comunión como una rutina exigida socialmente, y ese mismo día se olvidó de la divinidad. Durante el catecismo lo conmovió el sonido del armonio.
¿Cómo se llega a ser Lorenzo Arolà? El nunca lo supo. De lo que se dio cuenta de inmediato fue que el armonio era superado por un instrumento que escuchó por primera vez en la calle.
Fue así que en el año 1906 se inicia en el estudio del bandoneón, donde, con gran facilidad aprende sus secretos con la ayuda de Antonio Chiappe. Tenía catorce años. A los diecisiete consigue su primer trabajo rentado, acompañado por su hermano Enrique en guitarra, en el almacén de Olavarría y España, y luego en un café de la calle Montes de Oca, al cual le dedica el tango "Una noche de Garufa". Ya no es más Lorenzo Arolà. Se ha convertido en Eduardo Arolas, "el tigre del bandoneón".
Realiza en 1911 su primer viaje a Montevideo. En la banda oriental obtiene gran éxito en la inauguración del café Yacaré. Una noche, en el barrio del puerto, Eduardo descubre el quilombo, la segunda pasión de su vida.
Fue entrar y deslumbrarse. El ambiente rante, las polacas y francesas, el alcohol, el maquillaje, los fiolos, ese mundo mágico lo deslumbró.
Cuando vuelve a Buenos Aires ya es el número uno, el mejor. Alterna con músicos, políticos y aristócratas. Estrena el tango "La Cachila", su obra maestra. Quiere ser dandy y empieza a presentarse en público con saco negro rabón con trencillas, pantalón a cuadros, corbata voladora y peinado raya al medio. Siempre le habían molestado las lengüetas del fuelle que le lastimaban los pulgares. Entonces toca con guantes, colocándose encima los anillos.
En el año 1914, en el cenit de su carrera, conoce a un personaje extraordinario. Se trata de Juan Carlos Cobián, el Chopin del tango. Juntos forman un cuarteto, con Tito Rocatagliatta y Atilio Lombardo en violines. Actúan en el café Montmartre situado en Corrientes 1436. Cobián es su contrario. Elegante, refinado, atlético, de buen trato, siempre de smoking, cigarrillo y vaso de whisky. Exitoso con las mujeres no conocía el prostíbulo. Arolas estaba fascinado con su amigo y no se explicaba que alguien nacido en Pigüé tuviese ese carisma extraordinario. -Pero si viene de los yuyos. ¿Cómo es que pueda ser más cajetilla que un porteño?
Ese don natural para seducir, la vida de calavera, y una total desaprensión para las cosas supuestamente importantes (Cobián contó una madrugada que era desertor del servicio militar) llenaban a Eduardo de admiración. Una noche, ya cerrado el cabaret, Cobián les dijo que quería hacerles escuchar su última composición. Se trataba del tango "Mi Refugio". Cuando el piano empezó a sonar, la viciada oscuridad del Montmartre se transformó en un día luminoso. Cadícamo, emocionado, susurró: - Juan Carlos tiene en cada uno de sus dedos un estado distinto de conciencia.
Fue un golpe para el tigre la tarde en que Cobián le dijo que quería formar su propio quinteto. Su amigo, el único, lo dejaba solo. Ya lo habían abandonado su hermano Enrique, fallecido prematuramente, y su madre. El abandono de Cobián se convirtió en otra muerte.
Inexplicablemente, en pocos meses, su existencia se convierte en un infierno, y antes que la locura lo alcance decide irse a Montevideo. Se radica en Uruguay y por un tiempo cree haber encontrado la paz. Anima los bailes del Teatro Artigas, y del Tupí Nambá. También actúa con éxito en las veladas danzantes del Teatro Solís durante los carnavales de 1920.
Un atardecer, entra a tomar una caña en el café Botafogo de la calle Sarandí. Cuando está despachando el segundo trago una visión lo paraliza.
A través del espejo del mostrador ve que en una mesa ubicada detrás de la suya están sentados sus padres y su hermano Enrique.
El pánico le impide moverse pero no puede dejar de mirar a los suyos. Saca fuerzas de algún lado, deja unas monedas en la mesa y se pone de pie. Para salir debe pasar frente a la mesa familiar. Se larga hacia la calle donde lo persigue la mirada de su madre. El aire fresco de la tarde lo reanima pero siente que la cabeza le estalla. Destruido, se embarca a principios de 1922 en el vapor "Lutetia" rumbo a Francia.
Llegado a París empieza a sentirse más tranquilo y de a poco logra imponer su estilo.
Toca en el Cabaret Parisién y en el Ermitage. Logra cierta paz espiritual, y cada vez más seguro redescubre su olvidada pasión por el quilombo.
Pensaba que París lo animaba porque era un regreso a las fuentes, a sus padres. Ya olvidada la visión de Montevideo iba a encontrar su destino.
Está contento y se dedica con éxito a una nueva y lucrativa actividad. Se convierte en caralisa. Trabajan para él tres mujeres que al fin de la noche lo visitan en el café de la Rue Des Abesses donde actúa con su orquesta.
El las trata mal, no las protege, obligación primaria del cafishio, y cuando alguna de ellas es maltratada por un cliente, se burla. Feliz, despilfarra dinero, insulta y pelea. Está eufórico. Toca el bandoneón como nunca y como nadie logrará hacerlo jamás.
Los hombres que concurren al cabaret empiezan a molestarse con el elegante argentino y una de las mujeres, humillada por Arolas, le dice a un pobre francesito que si golpea a Eduardo trabajará para él. El infeliz no se anima a enfrentar solo al porteño de moñito, que ahora tiene una nueva costumbre: fuma en largas boquillas con resorte y no se saca los guantes ni para dormir. Un día cualquiera, a las seis de una mañana brumosa Arolas deja su trabajo. Debe descender las escaleras de Montmartre para llegar al pequeño departamento que comparte con sus músicos. Tomado del pasamanos baja ligero porque la madrugada está fría.
Los cuatro franceses lo están esperando y no los ve hasta que el primer golpe en la mandíbula lo derriba. Rueda hasta un descanso donde lo alcanzan y comienzan a patearlo. En ese momento piensa que la jerga que mascullan los agresores es la lengua de su madre. Además, imagina que un argentino jamás le pegaría en el suelo.
Eduardo Arolas murió dos días después en el Hospital Bichard de París. Tenía 32 años.
En 1954 por iniciativa de Francisco Canaro fue repatriado. Las hélices del vetusto DC3 donde viajaban los restos del Tigre vibraban como el llanto de los compadritos muertos.





El Forense
Cuando jugábamos en el patio de la escuela Santiago nos hablaba de su abuelo.
Obsesivo, contaba a diario la llegada de su familia desde Europa, la lucha establecida al arribar de Polonia y como, en una batalla cotidiana contra el racismo, la tribu de la cual formaba parte había construido una sólida estructura piramidal cuyo vértice, luego de años de trabajo ocupaba Elías, su abuelo, convertido en estrella rutilante de la medicina nacional.
El Dr. Elías Jacobson era una luz intensa sobre la necrosis celular.
En definitiva, el polaco era un entusiasta del cáncer.
El nieto creció bajo su influencia y cuando chicos, mientras nosotros soñábamos con conocer a Mussimessi, el arquero cantor, Santiago solo pensaba en su primera operación.
Fuimos compañeros en el Colegio Nacional. Luego él estudió Medicina, se recibió en tiempo récord. Fascinado por las vísceras se especializó en restos humanos.
Su primer trabajo como forense fue en los tribunales de San Isidro donde comenzó a realizar sus primeras autopsias estelares.
Guiado por su gran fuerza interior se convirtió en poco tiempo en el mejor
especialista del país, un cirujano lleno de habilidad para hurgar en los despojos.
-Un cadáver es un libro abierto-, repetía hasta el hartazgo.
Durante unos años lo perdí de vista; cuando nos reencontramos lo noté muy cambiado, confuso, con zonas oscuras en su conducta.
Desaliñado, lo veía pasar desde la ventana del café rumbo a
su casa, cargando siempre un gastado maletín de cuero marrón, ancho en su base, donde llevaba los restos que retiraba de la morgue para sus estudios.
Cuando me citaba en su domicilio me desagradaba que bajase la escalera secándose con un trapo, diciendo - no te doy la mano porque estaba trabajando en una pericia, y contaba en detalle hechos desagradables sobre el caso que estudiaba.
Tiempo después me enteré que habían robado una cabeza de la morgue en la que era Director. En ese momento tuve la certeza que tenía que ver con el asunto.
Un día, sentados en el café, lo vimos bajar del tren y caminar apurado por la calle paralela a la vía. Nos saludó a través de la ventana, dobló por la diagonal hasta llegar a su casa, ubicada a pocos metros.
Por casualidad me encontré en la calle con Cecilia, su mujer, y tuve la impresión de que quería esquivarme, pero cuando me detuve me saludó y comenzó a hablar sin mirarme. Cuando busqué sus ojos ella los fijó en la vereda. Su conducta no era la habitual, había perdido la simpatía que siempre la destacó y que por cierto le faltaba a Santiago, un ser nocturno.
Comenté el hecho en el café, donde se desató una discusión acerca de la extraña conducta del forense. El rengo Julio terminó el debate con un categórico –Santiago está loco y terminará mal. Pronto su cerebro de cretino reposará para siempre en un frasco con formol.
Pocos días después, en la estación Retiro lo encontré y tomamos juntos el tren. En los 20 minutos del viaje que realizamos parados, me contó ansioso que estaba trabajando en un proyecto que traería cola, y como siempre tuvo un capítulo dedicado a su abuelo. El discurso continuó al descender del tren. Antes de que yo entrase al café dijo: -en definitiva me he pasado la vida buscando a Dios sin encontrarlo, pero en este momento estoy seguro de estar en el camino correcto.
Pedí un cortado pensando en las palabras de Santiago, y qué significaba para él estar en el camino correcto de su búsqueda mística.
A partir de ese día me instalé en el café desde donde podía ver sus movimientos sin despertar sospechas. A diario lo veíamos pasar con su infaltable maletín rumbo a su casa. Antes de entrar miraba hacia atrás como si alguien lo siguiese.
Las piezas humanas seguían desapareciendo de la morgue y a esta altura el rengo Julio acusaba a Santiago sin vueltas.
Una noche, cuando el café cerraba lo vimos salir con el rostro alucinado, llevando el maletín. A paso acelerado cruzó las vías del Mitre y se perdió en la oscuridad de la costa del río.
Julio me dijo: - Seguilo, algo trama ese guanaco, y salí para sumergirme
en las sombras. Traté de darle alcance para ver qué hacía, pero lo perdí de vista.
Al otro día conté que Santiago había desaparecido en la niebla, que lo busqué bordeando el río pero se había esfumado.
La certeza de que algo estaba por suceder había ganado el ánimo de todos y la sensación se hizo realidad una noche de verano.
Cuando ya casi de madrugada, escuchábamos las historias de siempre, vimos con asombro que la casa de Santiago estaba envuelta en llamas.
Corrimos hasta el incendio tratando de hacer algo por los que se encontraban atrapados por el fuego, pero llegaron los bomberos y tuvimos que retirarnos.
Amaneció con nosotros mirando, paralizados, como ardía la casa.
En un momento notamos que sacaban a Cecilia, pero las llamas continuaron y recién a media tarde lograron sofocarlas.
El médico tuvo una muerte heroica purificado por el fuego. Cecilia sobrevivió.
Tiempo después pude hablar con ella. Me contó que Santiago robaba piezas de la morgue para reconstruir a su abuelo. Con suma paciencia lo estaba armando en su laboratorio. Elegía cada órgano preparándolo con mucho cuidado y observando de manera minuciosa su correcto funcionamiento.
Riñones, páncreas, corazón, un hígado en perfecto estado, la rosada masa intestinal, todo lo iba reciclando paso a paso hasta que consiguió la pieza más importante.
Era un cerebro de buen tamaño de procedencia desconocida. Esa noche estaba eufórico, no tomó las precauciones del caso y al tratar de dar vida a su engendro desató la tragedia.
Santiago quería encontrase con su abuelo y continuar la conversación que había terminado para siempre.
Le dije que era la obra de un loco pero Cecilia, sin prestarme atención, agregó:
- Es que en su abuelo escuchaba la voz de Dios.
Conté en el café la conversación con la viuda y durante un largo rato hicimos silencio.
De improviso, el rengo Julio gritó: ¡-Mentira! ¿No les dije que el judío era un otario? Buscar la voz de Dios en su abuelo, que ignorancia absoluta.
Luego, más tranquilo, fijando sus ojos en el pocillo, dijo: - En el tango está nuestro Señor, y el Mesías fue un humilde cantor de Barracas.
Concluyó como el que reza: - En la gola de Ángel Vargas está la voz de Dios.